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Hombre de Dios

Dr. Marco Huerta

Hombre de Dios, es sin duda, un apelativo que nos alinea a nuestro sentido misional. Una de las notables característica del hombre de Dios, es su inquebrantable “identidad kerigmática”. El kerigma es la proclamación fidedigna del evangelio de Dios en Cristo. No hay otro tema mas importante, para el hombre de Dios, que el mensaje del evangelio. No hay otro compromiso, digno de ser espontáneamente encarnado, que el evangelio de Dios. El hombre de Dios es una expresión “parabólica” del evangelio. Si somos hombres de Dios, entonces de manera evidente, debemos ser una fiel imagen de siervos que vivimos el evangelio de Dios. Vivir el evangelio, significa estar conscientes de la maravillosa obra del Cristo que muere y resucita, y que a través de esa extraordinaria obra, hemos sido transformados para mostrar la vida del Señor. Pablo concreta su vida en Cristo al declarar; “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20, version La Biblia de las Américas). La expresión “…he sido crucificado”, muestra su profunda consciencia de la obra del evangelio en su vida.

Ser un hombre de Dios, es ser un hombre que vive el evangelio de Dios. El poder transformador del Cristo ascendido, es un hecho en su vida. No sólo predica las dulces consecuencias de la obra de Cristo, sino que su propia vida es una señal de la efectividad del evangelio. Se desborda nuestra conciencia, al entender que hemos sido llamados para existir y servir. No hay lugar para algún tipo de egocentrismo, ya que, hemos sido llamados para anunciar el evangelio de Dios y no nuestro personales planes. El contenido del evangelio, es la maravillosa historia del amor auto-donado (Juan 3:16); Dios amó y entregó como ofrenda a Jesucristo, y todo aquel que cree en él, tiene salvación eterna.

El hombre de Dios se interpela a si mismo, con tres grandes principios; encarnar la vida de Cristo, deberse a él que lo ha llamado al ministerio, en la acción de abandonarse a su misericordia y fidelidad, y existir plenamente para su servicio. Estos principios son notorios en la vida de aquel que no sólo habla del evangelio, sino que lo muestra con su vivir santo.

El hombre de Dios ejerce un excelente servicio al prójimo. El epíteto de “hombre de Dios”, inmediatamente me conecta con el servicio y no con el mando, con el negarme a mi mismo y no con el hedonismo de las prebendas, con el dar y no con el atesorar, con el amor auto-donado y no con la auto- complacencia, con el existir para otros y no con el afán de buscar mi propio bien, con el siervo inútil de Lucas 17:10 y no con el siervo malo de Mateo 25:26.

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