Teología del adulto mayor, hacia una iglesia para todas las edades

Marco A. Huerta

Mi madre María Rosa Valdés, pastora desde los 21 años de edad (hoy con 71 preciosos años), tuvo la bella oportunidad de dar una charla sobre Reinventándonos en la adultez mayor, para un ministerio llamado “Generación Dorada”1. El tema que ella desarrolló me inspiró a pensar, escribir y en este escrito compartir, algunas línea reflexivas sobre la realidad del adulto mayor en nuestras comunidades de fe.

Pareciera que el tema de la vejez fuera un apéndice menor en el campo de la teología pastoral. Sin embargo, basta con hacer una breve búsqueda fuera de lo religioso para darnos cuenta que en otras realidades, no sólo hay interés en el tema, sino que se ha tomado su importancia con seriedad y urgencia2. La verdad es, que las personas ancianas representan una parte considerable de la población mundial. Es más, se estima que para el año 2050 habrán aproximadamente 400 millones de adultos mayores en el mundo3. Una cifra para nada menor, considerando que también en nuestras comunidades cristianas tenemos ancianos y ancianas que, aunque se vean limitados y en algunos casos desatendidos, aun así son parte de la grey del Señor.  

La adultez mayor ha ido perdiendo espacio en la reflexión pastoral, que insiste en un tipo de creyente más vigoroso, fructífero y de gran movilidad. En algunos casos no sólo pierde espacio, sino que de manera indirecta y con “elegante discreción”, se les pide a los ancianos y ancianas que se vayan a la sombra; a la periferia del olvido, porque en el centro debe estar una iglesia más joven, veloz y productiva. No estoy en contra de crear comunidades pertinentes, fértiles y creativas. Pero cuando sólo se animan a los vigorosos, descuidando el cuidado de los mayores o se aprecia más la habilidad técnica, olvidando la sabiduría de la vida; o estimulamos más la fascinación por la velocidad, ignorando la belleza del peregrinaje pausado; o cuando insistimos en la manía por los rendimientos y logros a corto plazo, despreciando el valor del saber y la experiencia de largo plazo, vamos perdiendo el patrimonio de la sabiduría y la riqueza de las vivencias que ancianos y ancianas podrían dejarnos como bello legado.

Con mucha sinceridad, debo reconocer la preocupación que me generaban algunos con la insistencia de direccionar toda nuestra atención y recursos en los milenarios. Por supuesto que creó mucho en la juventud y en la necesidad de invertir en su formación y ministerio (algo que siempre he valorado y trabajado). Pero cuando la preocupación y la inversión es desmedida, inevitablemente se genera la apatía hacía otras colectividades como la niñez y la adultez mayor, que ameritan también nuestra inversión.

Creo en el valor insustituible de la ancianidad para la iglesia. Ellos nunca deben ser considerados como un problema, sino como personas con una sabiduría acumulada por las experiencias de la vida y que está al servicio de todos aquellos que desearían escucharla. El adulto mayor necesita sentirse parte de la comunidad y con la motivación permanente de contribuir en la misión de la Iglesia.

Los ancianos y las ancianas cuando se sienten como sombras en la iglesia, ceden lentamente a la tentación de la soledad interior. Van perdiendo el atractivo de ser parte de una comunidad donde sólo se han percibido a sí mismos como entes invisibles. Terminan no identificándose con el mensaje que habla de empuje, energía y fuerza. Y paulatinamente dejan de congregarse, algo que fácilmente se consolida por la indiferencia que existe en algunos de no darse cuenta de la inasistencia de ellos.

La ancianidad representa una etapa de evidentes limitaciones, pero ninguna de ellas significa el final de la vida deseosa de servir en la obra del Señor ni el agotamiento de su espiritualidad rebosante. Ellos tienen mucho que entregarnos y enseñarnos. Es por eso, la necesidad de abrir espacios para que ellos ponga a disposición su voluntad de servir. Debemos ayudarles a seguir cultivando sus dones y talentos. Perfectamente pueden ser voluntarios en muchas áreas, como ayudantes en la Escuela Dominical o como maestros. Los ancianos y ancianas deben ser parte de nuestras celebraciones, oraciones y estudios de discipulado. Es más, se puede crear un discipulado donde ellos aprendan al lado de otros adultos mayores las enseñanzas del reino. Podemos incluso crear en nuestras comunidades una pastoral especializada en el adulto mayor. Si tenemos una pastoral hacia la Generación Emergente, perfectamente podríamos tener una pastoral hacia la Generación Dorada.

Creo que la iglesia, es el encuentro donde las distintas generaciones están llamadas a vivir ampliamente el proyecto de la libertad, dignidad y amor del evangelio. Creo que en nuestros espacios eclesiásticos ninguna generación es más valiosa que la otra. Como cuerpo de Cristo, somos una comunidad donde los valores de los ancianos, sus historias, sabiduría e incluso su bella presencia representan el patrimonio mismo de nuestras comunidades. Creo e imagino una iglesia donde las generaciones interactúan, se encuentra con amor y mutuamente intercambian sus visiones de la fe, la vida y la misión de Jesús. Una comunidad donde todas las voces se escuchan, donde todos los ritmos de los pasos se valoran y todos se sienten animados y cuidados.

Creo en una teología del adulto mayor donde la iglesia, por lo menos la que imaginó Jesús, es una iglesia para todas las edades.

  1. GENERACIÓN DORADA, es un ministerio de Chile dedicado a los adultos mayores, donde les proveen enseñanza bíblico-teológica, compañerismo y diversas asesorías. Dicho ministerio es dirigido y sostenido por el matrimonio Hector López & Evelyn Barreda. Cualquier consulta, apoyo y deseo que conocer el trabajo de GENERACIÓN DORADA, contacta y sigue su fanpage IDD Generación Dorada y Crónica https://www.facebook.com/IDD-Generación-Dorada-y-Crónica-103011341679060/?ref=page_internal
  2. https://www.who.int/ageing/about/facts/es/
  3. https://www.un.org/es/sections/issues-depth/ageing/index.html


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